EL
BASTONCILLO DE CARAMELO
Autor: Jose Miguel Casanova Valero
Por la inclinada
carretera de tierra que conduce a la entrada del pueblo, baja la carreta que lleva pintados los laterales, el asiento,
la lanza y las grandes ruedas, con alegres
alegorías al campo y a la naturaleza; la cubre un toldo rojo. Todo ello forma
un conjunto llamativo que es lo que pretende su dueño. Va tirada por un caballo
tordo con la collera llena de campanillas de plata, que suenan al compás del
braceo de Aníbal, así se llama el corcel, y anuncian en la distancia su
llegada. Al lado de la carreta camina tirando del ronzál el tío Julián, un
hombre fuerte y barrigudo, de barba espesa entrecana que le llega al pecho, su
cara transmitía simpatía y confianza.
La chiquillería del
pueblo, no menos de doce, le recibe gritando, corriendo y saltando al alrededor
del grupo que forman: hombre, caballo y carreta, entre ellos yo. Poco a poco
entran en la empedrada plaza del pueblo; pegada a la pared de la iglesia junto
a la entrada queda varada. A continuación el Tío Julian se vuelve hacia la
chiquillería que ha quedado callada durante la operación; la tensión permite
oír el vuelo de una mosca. Introduce su manaza en el bolsillo del chaquetón y
lentamente la saca llena de pequeños caramelos. Con un orden perfecto, como si
fuera una comunión, cada chiquillo recibe un caramelo y una caricia en la
cabeza. A mí me sabe a ambrosía.
La siguiente operación
es desenganchar el caballo y entregarme el ronzál de Aníbal, para que lo lleve
al abrevadero del pueblo que está en las afueras. No tengo ningún problema con
el corcel me sigue sin hacer extraños. Cuando vuelvo, ya calmada su sed, el tío
Julián me entrega un bastoncillo de caramelo, tiene rayas de colores en espiral
y está envuelto en papel celofán.
Mientras he ido al
abrevadero, ha desmontado los paneles laterales de la carreta y los ha apoyado
sobre gruesas patas de madera, también pintadas con motivos de la naturaleza,
que hacen se conviertan en mostradores. En ellos va colocando: ropa de
caballero, señora y niño, calzado, ollas, pucheros, cubiertos, etc. Entre
tantas cosas destacan unos frascos de cristal llenos de caramelos y dulces de
mil colores, que nos hacen abrir los ojos como platos ante tantas maravillas.
El tío Julián al terminar su tarea da una palmada, es la señal para que se
produzca la desbandada, cada chiquillo sale corriendo hacia su casa, para
romper la hucha y con unas pocas monedas conseguir el caramelo o el dulce que
hemos elegido entre tantos.
Hoy, después de
sesenta y cinco años he vuelto al pueblo; nada más llegar he ido al cementerio.
Busco la tumba del tío Julián, está en
un rincón limpia de hierbas y polvo; rezo una oración por su alma, deseando
siga repartiendo caramelos a los niños que haya con él. Antes de irme deposito
el bastoncillo de caramelo encima de su tumba, me ha acompañado a lo largo de
mi vida como un talismán.
La lectura de este relato me recuerda la vida rural perdida, a carretas, a animales de domesticos útiles para cualquier menester, al valor del trabajo, al esfuerzo, a la niñez en la calle. Este relato tiene la habilidad de hacernos rememorar aquello que ha permanencido en la memoria con el encantdo del campo.
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